No dejaba de pensar en Gili Air, aquella isla soñada de Indonesia donde los días pasaban lentos y perfectos. Aún sigo pensando en ella y queriéndola, solo que ahora ese amor es compartido y mi corazón se ha expandido para abrirle hueco a Bantayan, la isla de Filipinas donde se quedó un parte de mí.

«No sé qué tiene este lugar que me gusta tanto”, solemos decir a veces, pero con la isla de Bantayan me pasa justo lo contrario; sé lo que tiene y no sé por dónde empezar a describir todo eso que hace que me guste, en efecto, tanto.
Será su playa mágica, la más bonita que he visto nunca, que parece una laguna. Esa arena blanca que recuerda a la harina y te masajea los pies cuando caminas por ella. O serán sus calles apacibles, casi desiertas a las horas donde el sol más aprieta. Tal vez será esa karindería donde comíamos a diario y ese chicken adobo con un sabor intenso que me inundaba el paladar.

Creo que puede ser también esa comunidad de ex patriados amables que se alojaron aquí y vinieron a inyectarle amor a esta isla a la par que brindarle riqueza cultural con sus pizzas, gyros y cervezas alemanas.

Puede que la laguna que se forma en medio de las pequeñas dunas de arena tenga también un poco la culpa de que no quisiera irme de allí. Aunque pienso en los atardeceres y ese cielo color fucsia y tal vez tengan también algo que ver en lo rápido que me latía el corazón en esta isla.

Me sentí como una niña cada tarde en la que compartía el agua clara con cientos de estrellas de mar. Se quedará en mi para siempre el recuerdo de que fue aquí la primera vez que vi, no solo una, sino muchas de ellas. Se nos iban las horas ayudando a volver a aquellas que se quedaban varadas en la orilla y viéndolas cómo adornaban el paisaje con sus colores.

Vinimos a Bantayan con planes cerrados, nos quedaríamos seis días para luego tomar rumbo a Malapascua. Fue la primera vez en cinco meses de viaje que dudé tanto irme de un lugar. Aún así nos fuimos y cuatro días más tarde, volvimos. Y es que cuando se viaja, no siempre se trata de la cantidad de lugares que conozcas, sino de la calidad del tiempo que pases en cada uno de ellos. Aquí me sentí tranquila, bienvenida, plena.


Si te gusta un lugar y tienes la oportunidad de volver, no lo dudes, vuelve. El sitio te lo agradecerá y sus lugareños también. Tu presencia allí es la muestra de amor más grande y sincera que pueda haber. Siempre habrá muchísimos más lugares por visitar, pero volver a alguno que ya conoces tiene un encanto especial. Por eso estoy de nuevo en Bantayan, porque no quería que me sacaran de aquí, porque me enamoré de este pedazo de Filipinas y tenía que venir a decírselo.
