Blogs de viajes hay muchos; cientos, miles, muchos. Están los que te bombardean con tips y consejos, esos a los que siempre acudes para saber qué ver en cada sitio al que vas. Están los que tienen fotos malas pero historias buenas. Están aquellos en donde sus autores hablan con el corazón más que con la razón. También están esos que solo piensan en generar visitas para cobrar por publicidad, y se les nota.
En fin, los hay de todos los colores. Y a pesar de eso, nosotros nos decidimos a hacer uno más. Sin embargo, si dejamos de crear porque ya muchos otros lo han hecho, demasiadas cosas buenas no existirían.
Creo fielmente que no hay que tener tantas razones de peso para hacer algo, basta con que tu corazón te diga que lo hagas, y así, ya tendrás la razón más importante. Aun así, hice una lista de esas que tantos nos gustan, enumerando las razones del por qué nos decidimos a hacer un blog de viajes:
Porque me di cuenta, hace ya mucho tiempo, de que no puedo vivir sin escribir y en mis viajes encontré la excusa perfecta para hacer lo que amo.
Porque nos apasiona viajar y creemos que todos los lugares visitados se merecen una pequeña oda.
¿Cómo no rendirle homenaje a lugares como estos?
Porque revivo cada instante, cada ruta, cada paso cuando hablo de ello.
Porque queríamos tener una bitácora personal de nuestros movimientos viajeros.
Porque nos gusta contar historias; a mí a través de las letras y a Luis a través de fotografías (aunque yo también me atreva a disparar con la cámara y el teléfono, pero no lo hago tan bien como él).
Porque si quieres hacer algo, lo haces. No importa si ya hay muchos haciéndolo, siempre habrá espacio para todos.
Porque nos encanta hablar mil veces de nuestros viajes y experiencias y si lo hacemos a través de una ventana digital, evitamos aburrir a amigos y familiares contando lo mismo una y otra vez (aunque esto lo seguimos haciendo, no hay remedio).
Porque todos tenemos una visión distinta y qué bonito es que todos la mostremos sin competencia.
Porque a pesar de tener muy buena memoria fotográfica, no confío plenamente en ella y hay momentos vividos que simplemente no quiero que se borren.
Malaca, Malasia
Porque no nos importa que nos lean solo unos pocos, mientras logremos emocionar y alentar al que lo hace, ya nos damos por satisfechos.
Porque siempre hemos querido tener un blog de viajes.
Si estoy soñando, solo pido que por favor, no me despierten. Visitar la ciudad antigua de Angkor es una de esas experiencias que mientras la vives, no sabes si estás realmente despierto. Será por esas tantas veces que viste fotos, que escuchaste historias, o por lo mucho que llegaste a idealizar el lugar.
Lo cierto es que, soñando o no, llegamos a Siem Reap, la ciudad base para visitar a la que llaman la octava maravilla del mundo. Ese sitio que alberga montones de joyas arquitectónicas, ese lugar que te hace sentir minúsculo ante tanta monumentalidad, esa ciudad donde las piedras puestas por el hombre se entremezclan con la selva profunda.
Fue una bicicleta que chirriaba la que nos sirvió de transporte. Recorrimos unos cuantos kilómetros desde la caótica Siem Reap hasta encontrarnos con la paz de Angkor. En el camino de tierra rojiza, rodeados de árboles gigantes que regalaban sombra, íbamos sintiendo el aire fresco, ese que sopla justo antes del amanecer.
Mientras el cielo se iba tornando de color rosa, íbamos serpenteando la ruta entre mariposas, esquivando a las más veloces, persiguiendo sin éxito a las más coloridas y disfrutando de las más extrovertidas que alcanzaban a posarse sobre nosotros para acompañarnos por unos segundos.
Acelerábamos el paso para que el sol no nos ganara la carrera y poder posarnos frente al majestuoso Angkor Wat, el edificio religioso más grande del mundo, y presenciar el amanecer. Con el sol ya iluminando, nos perdimos por los pasillos de ese gigante y contemplamos sus jardines llenos de flores de loto y enormes hojas.
Angkor Wat, el edificio religioso más grande del mundo
También nos deslumbramos con los muchos rostros que parecen vigilar toda la ciudad antigua desde el maravilloso Templo Bayón. Sus tallas perfectas, sus torres intimidantes y su geometría exacta nos dejaron atónitos. Salimos de él, mirando muchas veces atrás para que no se nos olvide semejante estampa. Seguimos el recorrido, compartiendo camino con monos hambrientos que se posan a las orillas de la carretera esperando cazar algo para llevarse a la boca.
Templo Bayón
Miraba los árboles del camino, tratando de contar los metros hacia arriba pero se hacía imposible, algunos se perdían de vista. Tenía miedo de que cualquiera pudiese despertarme y perderme para siempre esa experiencia liberadora de pedalear por un lugar indescriptible.
Parte del majestuoso Angkor Wat
Llegamos al Preah Khan, donde nos damos cuenta cómo Angkor es la muestra fehaciente de que la vida siempre encuentra una manera de surgir. La fuerza de la naturaleza y su poderío por encima del hombre se muestra a la perfección en este terreno invadido por árboles centenarios, que no dudaron ni un segundo en abrirse paso entre edificios. Hay evidencia del paso del tiempo sobre cada piedra que ha cambiado de color, o que ha sido invadida por el liquen; sobre cada larga raíz que necesitó más de cien años para alcanzar su tamaño o para rodear lo que fuese que se encontrara a su paso.
Templo Preah Khan
Visitar esta maravilla del mundo antiguo puede ser físicamente agotador, sobre todo si se escoge hacerlo en bicicleta, la manera más ecológica y a mi parecer, más interesante. Pero ni el cansancio de los 20 kms recorridos en un día, ni los 35 grados de temperatura, ni los cientos de escalones templo arriba podrán opacar la experiencia de ver con tus propios ojos uno de los lugares más extraordinarios del mundo.
Toca regresar, mañana será otro día y siempre habrá más templos por ver. Volvemos por el mismo camino, ese que nos saludó muy temprano en la mañana con mariposas y pájaros cantarines. Esta vez son los niños que vuelven del colegio en sus bicicletas, algunos te saludan, otros te retan a pedalear más rápido que ellos; no es hasta que uno de ellos te grita un “hello” que te das cuenta de lo despierto que estás, que no ha sido un sueño, que estuviste en Angkor y que no hay peligro, nadie podrá despertarte.
Todo comenzó al dejar atrás Yakarta, esa capital que no fue muy amable con nosotros y que, incluso, nos hizo explotar. Tomamos un tren rumbo hacia Bandung, una ciudad de paso que nos serviría para descansar y seguir el largo camino hacia el este de Java. Lo que no sabíamos, es que la vida nos tenía preparados unos días llenos de risas, amor en todas sus formas y vivencias que nunca imaginamos tener viajando por este lado del mundo.
El tren no había recorrido muchos kilómetros cuando ya empezábamos a ver ese verde nítido que inunda este país. Arrozales por doquier, palmeras y paisajes de belleza infinita. Estábamos atravesando la isla de Java en tren y la emoción nos desbordaba. Atrás quedaron esos días intensos en Yakarta, una metrópolis furiosa a la cual nos costó mucho entender.
Bandung, Indonesia
En Bandung nos aguardaba Hera, la dueña de la homestay que elegimos para alojarnos, y que sin si quiera imaginarlo, se convirtió en nuestra amiga y pieza clave de nuestras experiencias en Asia.
Desde el primer zumo compartido con nuestra anfitriona, la química surgió y a través de ella pudimos ver a todo el pueblo indonesio. Ese pueblo amable, humilde, grandioso. Fue Hera nuestra puerta de entrada a todo lo bonito que Indonesia tenía guardado para nosotros y no nos cansaremos nunca de agradecerle todo lo vivido.
Con Hera, nuestra anfitriona en Bandung
Tuvimos largas conversaciones sobre cultura, compartimos meriendas, tés, cenas e inquietudes. Ella nos habló de su religión, nosotros le contamos sobre Venezuela y España. Nos mostró su ciudad, de la cual se siente orgullosa, y compartimos ideas acerca de los colonos holandesas que se instalaron en Indonesia hace muchos años.
Gracias a Hera, vivimos uno de los momentos más gratificantes y auténticos de nuestro viaje; esos momentos que no puedes comprar con dinero y que se quedarán contigo para siempre. Vivencias que hacen que todo esfuerzo por venirse al otro lado del mundo, valga la pena.
Hera no solo es una increíble anfitriona, sino que es profesora universitaria y también tiene un club de inglés gratuito para niños pequeños de su vecindario que no pueden permitirse pagar unas clases privadas. Una tarde nos invitó a una de sus clases y en menos de lo que imaginamos nos vimos sentados en el suelo, riéndonos a carcajadas con esos niños adorables y enseñándoles canciones en español.
Enseñando canciones en español a los niños
A medida que avanzaba la tarde, me costaba más creer todo lo que pasaba a nuestro alrededor. Estar en casa de una familia indonesia, compartiendo con niños, enseñando nuestra cultura mientras ellos nos enseñaban la suya sin siquiera saberlo, fue mágico. Es lo que tiene viajar, y sobre todo, viajar lento y sin expectativas. El mismo recorrido irá tomando su curso y te regalará experiencias que nunca imaginaste.
Al día siguiente, como si lo de los niños hubiese sido poco, Hera nos invitó a conocer la universidad donde imparte clases a estudiantes de farmacia. Una vez más, acabamos en una celebración, rodeada de estudiantes universitarios que nos recibieron como si de estrellas de cine se tratara. Nos invitaron a una especie de talk show y terminé sentada en un panel con profesores, donde hablé de nuestra experiencia recorriendo el Sudeste Asiático y qué nos había impulsado a cumplir nuestro sueño.
Con los estudiantes y profesores de la Facultad de Farmacia
Aún pienso en esos días y se me eriza la piel. Me quedo corta en agradecimientos hacia toda la gente que hizo posible que viviéramos experiencias que marcaron, no solo este viaje, sino nuestra vida. Esa gente que nos dio la bienvenida a lo que luego serían 2 maravillosos (y lamentablemente muy cortos) meses en Indonesia. Esa gente que nunca nos preguntó o cuestionó nuestras creencias políticas o religiosas; esa gente que rió con nosotros, que nos abrazó sinceramente y que nos alimentó el corazón como pocas cosas lo han hecho.
Gracias, Hera. Gracias, Indonesia.
Este post está dedicado a Hera, su hermano, todos sus alumnos y los profesores de la Facultad de Farmacia.
English version
Bandung and how our love story with Indonesia started
It all started when we left Jakarta, the capital city of Indonesia that was not very kind to us and even made us burst out. We took a train heading to Bandung, the city we chose to rest for a few days and continue the long road to the east of Java. We did not know that life had prepared us a few days filled with laughter, love in all its forms and experiences that we had never imagined we could have while traveling.
Some kilometers away from Jakarta, we began to see that crisp green sceneries that fill this country. Paddies everywhere, palm trees and landscapes of endless beauty. We were crossing the island of Java by train and excitement overflowed us. Gone were those intense days in the capital, a raging metropolis that was so hard for us to understand.
In Bandung, Hera awaited us; she is the owner of the homestay that we chose to stay in, and without even imagine it, she became our friend. From the first juice shared with our hostess, we felt like something special was growing between us and through her we were able to see the whole Indonesian people. That friendly, humble, great people. Hera was our gateway to all the amazing things that Indonesia had saved for us and we cannot thank her enough!
We had long conversations about culture, shared snacks, teas, dinners and concerns. She told us about her religion, we told her about Venezuela and Spain. She showed us her city, which she is ver proud of, and taught us about Indonesian history.
Thanks to Hera, we experienced one of the most rewarding and authentic moments of our trip. Those moments you cannot buy with money and that will stay with you forever. Experiences that make every effort to travel across the world worthwhile.
Hera is not only an amazing hostess; she’s also a university professor who, in addition to that, has a complimentary English Club for young children who cannot afford a private school. One evening she invited us to one of his classes and in less than we could think we were sitting on the floor, laughing out loud with those adorable children and teaching them songs in Spanish.
As the afternoon evolved, we could hardly believe everything that was happening around us. Being at an Indonesian family’s home, sharing with children, teaching our culture while they, at the same time, were teaching us theirs without even knowing it, was pretty magical. These are the things you get when you travel, especially, when traveling slow and without any expectations. The route will take its own course and you’ll be given experiences you never imagined.
The next day, as if the English class with the children hadn’t been enough, Hera invited us to see the Faculty of Pharmacy where she teaches. We were, again, living a kind of dream, surrounded by beautiful university students and lovely teachers. We were invited to a sort of “talk show” where I ended up sitting on a panel with professors, and I got to talk about our experience traveling Southeast Asia and what had encouraged us to fulfill our dream.
We still think about those days and we feel thrilled. We cannot thank enough to all the people who made it possible for us to live experiences that marked, not only this trip, but our entire life. Those people who were the beautiful beginning to our 2-month stay in Indonesia. Those people who never asked or questioned our political or religious beliefs; those people who laughed with us, who sincerely embraced us and fed our hearts as few things in this world have.
Thank you, Hera. Thank you, Indonesia.
This post is dedicated to Hera, her brother, her students and the teachers of the Faculty of Pharmacy in Bandung.
Singapur, ese minúsculo país en medio del Sudeste Asiático que parece un parque temático. O por lo menos así nos sentimos al visitarlo durante unos cuantos días. El territorio está dividido en cinco consejos pero la mayoría de los visitantes se concentran en la Ciudad de Singapur, su capital. Cuando pensamos en ella recordamos por encima de todo, la limpieza de sus calles y la magnitud de sus edificios.
Museo de Arte y Ciencias de Singapur
Visitar Singapur en el medio de un viaje por los países del sudeste de Asia significa un respiro. Es esa Asia organizada, limpia y ordenada que agrada a todo el mundo. Es un lugar con modernidad a rabiar, en el cual no sabes dónde acaba un edificio y empieza el otro.
Rascacielos por doquierSingapur de noche
Puede que su excesiva organización llegue a encandilar o llevarte a pensar que está todo mecanizado. Tal vez gran parte lo esté, pero sigue habiendo esencia. No hay que olvidar que Singapur formó parte de Malasia hasta 1965 y, como el anterior país al que perteneció, está lleno de riqueza cultural y tradiciones.
Parte del Barrio Chino de SingapurColores de Little India
Creemos que la ciudad puede no ser del gusto de todos, especialmente de aquellos que buscan entornos naturales y alejarse del concreto, pero también creemos que vale la pena visitarla y dejarse cautivar por las maravillas hechas por el hombre, las cuales abundan.
Buddha Tooth Relic Temple en Chinatown
Los famosísimos Gardens by the Bay son la mezcla perfecta entre arquitectura moderna, sostenibilidad medioambiental y arte. A través de este paraíso repleto de plantas, flores, insectos, edificios inteligentes y esculturas en forma de árboles que captan y almacenan energía solar, Singapur intenta mostrar una cara más amable, un lugar en el cual respirar aire limpio entre tanto asfalto y construcciones. Estos jardines son una muestra de cuán posible es usar la tecnología de manera responsable y en favor del medioambiente.
Gardens by the BayOrquídeas en los Gardens by the Bay
Singapur es también un lugar imprescindible para entender lo rápido que avanza el mundo estos días y lo peligroso que puede ser llevar un país como si de una gran empresa se tratara, en donde, como ya sabemos, los grandes beneficiados son unos pocos. Como todas las ciudades y países desarrollados, esconde una cara oscura que incluye gobiernos totalitarios, leyes duras en contra de los homosexuales, secretismo bancario, inmigrantes mal pagados y negocios en negro, entre otros. Las multas también abundan, aunque parecieran ser la razón principal por la cual todo marcha tan bien, al menos a simple vista.
Vista nocturna del Marina Bay Sands que alberga el casino más costoso del mundo
Queda de parte de cada uno elegir cómo leer al país más pequeño del Sudeste Asiático. Es una opción personal querer ver sólo la superficie o profundizar mucho más y cuestionarse, como nosotros, si el camino elegido para convertirse en uno de los países más ricos del mundo es el más legítimo.
No dejaba de pensar en Gili Air, aquella isla soñada de Indonesia donde los días pasaban lentos y perfectos. Aún sigo pensando en ella y queriéndola, solo que ahora ese amor es compartido y mi corazón se ha expandido para abrirle hueco a Bantayan, la isla de Filipinas donde se quedó un parte de mí.
Llegando a la isla de Bantayan en ferry
«No sé qué tiene este lugar que me gusta tanto”, solemos decir a veces, pero con la isla de Bantayan me pasa justo lo contrario; sé lo que tiene y no sé por dónde empezar a describir todo eso que hace que me guste, en efecto, tanto.
Será su playa mágica, la más bonita que he visto nunca, que parece una laguna. Esa arena blanca que recuerda a la harina y te masajea los pies cuando caminas por ella. O serán sus calles apacibles, casi desiertas a las horas donde el sol más aprieta. Tal vez será esa karindería donde comíamos a diario y ese chicken adobo con un sabor intenso que me inundaba el paladar.
¿Cómo no querer quedarse en esta playa?
Creo que puede ser también esa comunidad de ex patriados amables que se alojaron aquí y vinieron a inyectarle amor a esta isla a la par que brindarle riqueza cultural con sus pizzas, gyros y cervezas alemanas.
Las tranquilas calles de Santa Fé en Bantayan
Puede que la laguna que se forma en medio de las pequeñas dunas de arena tenga también un poco la culpa de que no quisiera irme de allí. Aunque pienso en los atardeceres y ese cielo color fucsia y tal vez tengan también algo que ver en lo rápido que me latía el corazón en esta isla.
Bantayan y sus atardeceres de escándalo
Me sentí como una niña cada tarde en la que compartía el agua clara con cientos de estrellas de mar. Se quedará en mi para siempre el recuerdo de que fue aquí la primera vez que vi, no solo una, sino muchas de ellas. Se nos iban las horas ayudando a volver a aquellas que se quedaban varadas en la orilla y viéndolas cómo adornaban el paisaje con sus colores.
Estrellas de mar sumergidas en el agua, como siempre deben estar
Vinimos a Bantayan con planes cerrados, nos quedaríamos seis días para luego tomar rumbo a Malapascua. Fue la primera vez en cinco meses de viaje que dudé tanto irme de un lugar. Aún así nos fuimos y cuatro días más tarde, volvimos. Y es que cuando se viaja, no siempre se trata de la cantidad de lugares que conozcas, sino de la calidad del tiempo que pases en cada uno de ellos. Aquí me sentí tranquila, bienvenida, plena.
@sannevita en su isla favorita@tortoluis en una de las playas más bellas que hemos visitado
Si te gusta un lugar y tienes la oportunidad de volver, no lo dudes, vuelve. El sitio te lo agradecerá y sus lugareños también. Tu presencia allí es la muestra de amor más grande y sincera que pueda haber. Siempre habrá muchísimos más lugares por visitar, pero volver a alguno que ya conoces tiene un encanto especial. Por eso estoy de nuevo en Bantayan, porque no quería que me sacaran de aquí, porque me enamoré de este pedazo de Filipinas y tenía que venir a decírselo.
Mucho me habían hablado de ti. Me dijeron lo bonita que eras pero también me contaron lo golpeada que estabas por el turismo masivo.
A punto estuve de no visitarte, son muchos los que hablan de ti y no siempre lo hacen bien. Ahora que te conozco, le diste la vuelta a todo lo que podía imaginar de ti.
Cierto es que tu zona costera está invadida por concreto y construcciones en serie. El comercio desaforado, los bares australianos y las happy hour te han hecho mucho daño. Se han robado tu encanto, te han invadido y falseado.
Por eso, me quedo con tu zona interior, me quedo con la calma que se respira lejos del todo incluido, me quedo con tu esencia, me quedo con Ubud. Escojo recordarte llena de flores de loto, con callejones pequeños y hasta maltrechos; con altares engalanados y ese olor perenne a incienso.
Recorrí tus distancias más largas en buses locales, sin ningún tipo de comodidad más que el andar en 4 ruedas, pero con la satisfacción de ver a tu gente, mezclarme con ellos y llenarme la cabeza de paisajes con una belleza despampanante.
Decidí verte con calma, con ojos de viajera respetuosa, aceptando tus defectos y sobre todo, admirando tus virtudes. Te caminé sin descanso, por varios días, bajo el sol apretado, mientras todos iban dejando estela con sus motocicletas. No me arrepiento. Puede que haya ganado una insolación, o alguna que otra llaga en los pies, pero son las marcas que quedan después de haberte vivido a mi manera.
Me emocionaron tus arrozales, con ese verde furioso, con sus trabajadores incansables, con esas libélulas de colores haciendo guardia en cada cultivo. Esas terrazas con efecto hipnótico y que parecen de mentira se quedaron en mí para siempre.
Tus galerías de arte que se asoman en cada esquina, las cestas, el cuero, la madera, la arcilla y la gente talentosa, me inspiraron. Dejé que los macacos me abordaran, que la magia que desprendes me invadiera y que tu gente me contara a través de danzas, procesiones y canciones por qué eres un lugar único.
Quedé prendada de esas calles cubiertas de árboles, con cientos de lianas inyectándole magia a cada paisaje. ¿Y qué decir de tus casas? adornadas hasta la saciedad, con portales que parecieran llevarte a una dimensión desconocida; esas casas protegidas por guerreros, barongs y dioses.
Tus warung sencillos que ofrecen platos elaborados y de sabor profundo me emocionaban cada día. Ese pollo ecológico, cocinado a fuego lento, macerado en especias y servido con arroz cultivado en tu propia tierra será difícil de superar.
Tú gente siempre sonriente, llevando ofrendas a los templos, viviendo su fe a sus anchas y venerando a sus dioses sin ninguna pretensión ni espectáculo, son dignos de admirar. Me regalaste sonrisas y también me enseñaste que estás en medio de un país maravilloso que suele muchas veces pasar desapercibido.
Me costará no extrañarte, querida Ubud, si es que alguna vez lo logro. Soñaré con tus verdes y con volver a verte, esperando que no te hagan más daño del que ya te han hecho, que no quieran seguir disfrazándote de algo que no eres y que, al volver, puedas seguir sorprendiéndome porque sigues siendo lo que hoy eres.
Después de meses de viaje por el Sudeste Asiático, donde hay más motos que gente y los coches parecieran no tener frenos, que te digan que hay un pedazo de tierra donde no están permitidos los motores es música para tus oídos.
No lo pensamos mucho y desde Bali, en Indonesia, nos embarcamos en un fast boat rumbo a Gili Air para darnos cuenta de que en esta isla los días transcurren a un ritmo especial.
Despiertas en una gran cama, rodeada de un mosquitero blanco que te hace sentir dentro de una película. Desayunas un ice coffee delirante, zumo, pancakes, tostadas y fruta fresca, cómo no.
Te pones tu traje de baño, tu armadura de protector solar (que aquí estamos muy cerca del Ecuador y hay peligro de acabar carbonizados) y sales a caminar. Sí, a caminar, aunque parezca mentira, hay sitios en el Sudeste Asiático donde la gente camina.
Mientras vas por esas calles de tierra, con el mar de un lado y plantaciones verdes del otro, te van lloviendo los “good morning”, “hello”, “how are you today?”, “breakfast?”, etc., acompañados siempre de una sonrisa.
Las «calles» de Gili Air
Si en el camino ves a un grupo muy grande de hombres que vienen todos en la misma dirección, algunos caminando, otros en bici y unos pocos en una especie de moto de juguete eléctrica, no te asustes, no son hordas de turistas, son los lugareños saliendo de su rezo diario en la mezquita.
Llegas a la playa y tomas mil fotos, aunque todas sean iguales, porque no te puedes creer lo cristalina que es el agua, o lo turquesa que se ve con la luz del sol, o lo blanco de la arena, o el volcán que se ve al fondo, o que Bali está tan cerca y que tú estás tan lejos de la ciudad en la que vives.
Te tumbas en la arena, aún sin creerte nada de lo que ves. Decides pegarte un baño a ver si espabilas, pero sigues en la incredulidad. Te ves tus propios pies en el fondo y le comentas a tu compañero muchas veces (demasiadas veces) que el agua parece de mentira. Nadas, saltas como niño, te pones el snorkel, vuelves a sentirte niño y te emocionas viendo erizos, peces de colores y anémonas.
Sales del agua, no aguantas el sol pero no pasa nada, a diez pasos hay un bar con un techo enorme, sillas comodísimas y empleados tumbados en hamacas, sin ningún afán. Te pides dos zumos de papaya. Te dicen que tardan porque hay que ir a comprar la fruta. No vuelve a pasar nada. Mientras más tarden más tiempo tengo para admirar el mar, piensas. O tal vez para balancearme en un columpio y sentirme niña de nuevo…
Cansado de tanto baño, arrugado como una uva pasa, te despides de los chicos de la hamaca y vuelves a retomar la calle de tierra. Vas serpenteándola, abriéndole el paso a los cidomos o lo que es lo mismo, los taxis de Gili Air*. Te topas con algún que otro turista nórdico en bicicleta, intercambian sonrisas y un “hi” y ves en sus rostros que van pensando lo mismo que tú “¡estamos en el paraíso!”
Vuelves a tu guesthouse, ese sitio de ensueño, con más lujo del necesario y que aún así se adapta a tu bien cuidado presupuesto. Aunque todavía sigas arrugado de tantas horas en el mar, a un baño en esa piscina rodeada de árboles, flores, vacas y lagartos monitor no se le puede negar nadie.
Llegada la hora del almuerzo, vuelves a la calle. Si te descuidas y sigues andando sin mucho pensar, le das la vuelta entera a la isla y acabas donde empezaste. No importa, en Gili Air el tiempo pasa lento y no nos quejamos de nada.
Te vas al restaurante más local que encuentras, ese que no tiene ni nombre ni wifi gratis. Te deleitas con su nasi campur o gado-gado. Después viene la siesta, esa siesta que haces sin remordimiento alguno y sin programar alarmas.
Gado-gado: plato típico indonesio que consiste en una mezcla de vegetales y tofu al vapor con salsa de cacahuetes / maní.
Antes de las 6 vuelves a la playa, al oeste de la isla esta vez, que toca ver el atardecer. Puedes caminar mar adentro, que aquí la marea a esta hora baja tanto que esa playa turquesa de la mañana hace metamorfosis y se convierte en un gran mirador.
Te volverás loco haciendo fotos, pero asegúrate de volver la tarde siguiente y dejar la cámara en casa. Que se quede ese atardecer solo en tu retina y en la memoria. Que lo recuerdes hasta que tu cerebro quiera.
Uno de los mágicos atardeceres de Gili Air
Al otro día, solo tienes que repetir lo del día anterior, porque hay rutinas en las que sí vale la pena sumergirse.
*Los cidomos o coches tirados por caballos, son el único medio de transporte permitido en Gili Air, además de las bicicletas y alguna que otra moto eléctrica. Nosotros decidimos no hacer uso de estos coches porque no estamos seguros bajo qué condiciones tienen a los caballos y tememos que no son las más idóneas. No nos gusta ninguna actividad que implique el uso de animales , así que antes de colaborar con cualquier posible maltrato, decidimos recorrer la isla andando.
Si algo bueno tiene emprender un viaje largo, es la oportunidad de poder ver todos los escenarios posibles: lugares turísticos, paisajes de postal, ciudades caóticas, pueblos olvidados.
Trang, en Tailandia, es conocida por ser una ciudad de paso. Nadie le dedica más de un par de días ya que no tiene grandes atractivos turísticos. A nosotros esta urbe nos sorprendió cansados y con necesidad de hacer una pausa, así que permanecimos allí más días de los que cualquiera pudiese otorgarle.
Creemos que las oportunidades que se presentan tienen todas una razón de ser y nuestra estadía en Trang no fue la excepción. Recordaremos esos días como los más auténticos y tranquilos que tuvimos en Tailandia.
En esta ciudad del sur del país, caminamos despacio, nos detuvimos a admirar todo lo que nos rodeaba sin ningún tipo de prisa. Tratamos de entender más a fondo cómo vive el tailandés. Nos costó mucho comunicarnos, eso sí, pero qué bien se sintió.
Al pasar más de una semana en un mismo lugar, te vas acostumbrando a él y comienzas a tener rutinas simples. Caminábamos todos los días por las mismas calles, reconociendo a los perritos del vecindario, siendo testigo del cambio de las flores y hasta saludando a todo el que pasaba.
El estar lejos del caos turístico, tomarse los días con calma y tener tiempo para observar, te permite tener momentos como estos, que se grabaron a fuego en nuestra memoria:
Como ese desayuno típico tailandés en el cual descubrimos una salsa dulce de coco alucinante y un ice coffee increíble…
Pasear por los mercados sin ver a un solo turista, poder maravillarnos con la frescura de los noodles, los vegetales, el pescado y probar por primera vez la jackfruit, la fruta más grande del mundo.
Hablar con vendedores del mercado y probar, gracias a ellos, un dulce de coco típico y descubrir que empezaría a formar parte de nuestra lista de dulces favoritos.
Dodol: especie de caramelo gomoso con sabor a coco
Comer todos los días en el mismo restaurante, sirviéndonos de las fotos de los platos pegadas en la pared, era una aventura. No olvidaré nunca los almuerzos allí, moviendo la cabeza, los dedos y todo lo que pudiésemos para decirle a la cocinera lo bueno que estaba todo. Al final, ella aprendió algunas palabras en inglés y nosotros algunas en tailandés.
Hacer de la calle tu propio jardín por unos días y seguir de cerca el cambio de esta belleza, fue una de nuestras experiencias favoritas…
Flor de loto
Contemplar atardeceres desde el balcón del que fue nuestro hogar por varios días, se convirtió en una rutina de belleza imbatible.
En Trang no visitamos monumentos históricos, ni vimos paraísos naturales, ni museos, ni paisajes de ensueño; pero nos zambullimos en la cultura tailandesa y vivimos su día a día, sin ser bombardeados por oficinas de turismo ni taxistas insistentes. Nos llevamos con nosotros esas sonrisas, esos días lentos y necesarios, esa sensación rara de estar en una ciudad que nadie visita pero la sientes tuya y tan bonita e interesante como cualquier otra que figure en la guía de viajes.