Si estoy soñando, solo pido que por favor, no me despierten. Visitar la ciudad antigua de Angkor es una de esas experiencias que mientras la vives, no sabes si estás realmente despierto. Será por esas tantas veces que viste fotos, que escuchaste historias, o por lo mucho que llegaste a idealizar el lugar.
Lo cierto es que, soñando o no, llegamos a Siem Reap, la ciudad base para visitar a la que llaman la octava maravilla del mundo. Ese sitio que alberga montones de joyas arquitectónicas, ese lugar que te hace sentir minúsculo ante tanta monumentalidad, esa ciudad donde las piedras puestas por el hombre se entremezclan con la selva profunda.
Fue una bicicleta que chirriaba la que nos sirvió de transporte. Recorrimos unos cuantos kilómetros desde la caótica Siem Reap hasta encontrarnos con la paz de Angkor. En el camino de tierra rojiza, rodeados de árboles gigantes que regalaban sombra, íbamos sintiendo el aire fresco, ese que sopla justo antes del amanecer.
Mientras el cielo se iba tornando de color rosa, íbamos serpenteando la ruta entre mariposas, esquivando a las más veloces, persiguiendo sin éxito a las más coloridas y disfrutando de las más extrovertidas que alcanzaban a posarse sobre nosotros para acompañarnos por unos segundos.
Acelerábamos el paso para que el sol no nos ganara la carrera y poder posarnos frente al majestuoso Angkor Wat, el edificio religioso más grande del mundo, y presenciar el amanecer. Con el sol ya iluminando, nos perdimos por los pasillos de ese gigante y contemplamos sus jardines llenos de flores de loto y enormes hojas.

También nos deslumbramos con los muchos rostros que parecen vigilar toda la ciudad antigua desde el maravilloso Templo Bayón. Sus tallas perfectas, sus torres intimidantes y su geometría exacta nos dejaron atónitos. Salimos de él, mirando muchas veces atrás para que no se nos olvide semejante estampa. Seguimos el recorrido, compartiendo camino con monos hambrientos que se posan a las orillas de la carretera esperando cazar algo para llevarse a la boca.

Miraba los árboles del camino, tratando de contar los metros hacia arriba pero se hacía imposible, algunos se perdían de vista. Tenía miedo de que cualquiera pudiese despertarme y perderme para siempre esa experiencia liberadora de pedalear por un lugar indescriptible.

Llegamos al Preah Khan, donde nos damos cuenta cómo Angkor es la muestra fehaciente de que la vida siempre encuentra una manera de surgir. La fuerza de la naturaleza y su poderío por encima del hombre se muestra a la perfección en este terreno invadido por árboles centenarios, que no dudaron ni un segundo en abrirse paso entre edificios. Hay evidencia del paso del tiempo sobre cada piedra que ha cambiado de color, o que ha sido invadida por el liquen; sobre cada larga raíz que necesitó más de cien años para alcanzar su tamaño o para rodear lo que fuese que se encontrara a su paso.

Visitar esta maravilla del mundo antiguo puede ser físicamente agotador, sobre todo si se escoge hacerlo en bicicleta, la manera más ecológica y a mi parecer, más interesante. Pero ni el cansancio de los 20 kms recorridos en un día, ni los 35 grados de temperatura, ni los cientos de escalones templo arriba podrán opacar la experiencia de ver con tus propios ojos uno de los lugares más extraordinarios del mundo.
Toca regresar, mañana será otro día y siempre habrá más templos por ver. Volvemos por el mismo camino, ese que nos saludó muy temprano en la mañana con mariposas y pájaros cantarines. Esta vez son los niños que vuelven del colegio en sus bicicletas, algunos te saludan, otros te retan a pedalear más rápido que ellos; no es hasta que uno de ellos te grita un “hello” que te das cuenta de lo despierto que estás, que no ha sido un sueño, que estuviste en Angkor y que no hay peligro, nadie podrá despertarte.